Caminamos un par de horas por un campo abierto, enorme, con desniveles, sierras, un arroyo y pequeños ojos de agua. No había nadie. Ni marcaciones ni huellas ni portones...nada. Las sierras y nosotros. Por suerte el guía conocía muy bien el lugar y eligió un lugar privilegiado para acampar.
Luego de unos días increibles, llegó el momento de regresar. Cuando estábamos por partir, descubrí que había perdido mis anteojos de sol. Como ya estaba lista y había varios que todavía tenían que terminar de desarmar sus carpas, partí hacia una pequeña cascada donde, suponía, se me habían caído. Tardé un rato, no recuerdo cuánto - no tenía el reloj -; cuando regresé al campamento, estaba todo levantado, no había nadie. Solo quedaban rastros del fogón de la noche anterior. Ni siquiera estaba mi mochila.
Empecé a caminar para donde pensaba que estaba la "salida". Caminé, caminé, caminé y nada. Decidí volver al campamento; seguro que era un chiste y estaban todos escondidos detrás de los árboles. ¿Como se van a ir sin esperarme? ¿Acaso el guía no sabe que es su deber contar a los integrantes que tiene a cargo y si falta alguno, esperarlo? En eso, vi una casita blanca, precaria, en el medio de la nada. No recordaba haberla visto antes. Me acerqué. En la galeria del frente, había una mujer parada. Me dijo que el grupo había pasado hacía un rato, que me apurará así los alcanzaba. "Pero estoy perdida -le dije-. No me doy cuenta de para donde tengo que ir."
"Es imposible que te pierdas -decretó-. Solo tenés que escuchar al agua para encontrar el arroyo, bordealo hasta llegar a un puentecito y cruzalo. En tu mejilla derecha, siempre te tiene que pegar al sol." Mientras me decía esto, me agarró del brazo y me llevó hasta lo que se suponía era "el camino". No era un camino convencional, ni siquiera tenía el pasto gastado. Ahí me dejó y se fue. Empecé a caminar. Todo era igual: pasto, árboles, pastizales, pasto, árboles, pastizales.
Seguí hasta que el camino se abrió en dos. ¿Por donde agarro? ¿Derecha o izquierda? Corazonada: izquiera. Me convenzo de que estoy OK. Sigo caminando. Todo es igual. Tengo calor. Me pican los mosquitos. No tengo Off. Tengo hambre, no sé qué hora es. Me siento desnuda sin mi celular. Acelero el paso. "Cuando llegue, mato al guía, que me devuelva la plata, cómo se va a ir sin mí", pienso. Tengo el jean pegado a las piernas, siento calor, mucho calor. Estoy de mal humor. Perdida y de mal humor. Me siento enojada conmigo y con el mundo entero. La sensación es fea.
¿Cuántas veces nos perdemos en la vida? ¿Cuantas veces no escuchamos el agua del arroyo que nos dice: "¿Es por acá?" ¿Cuantas veces depositamos en otro la responsabilidad de marcarnos nuestro camino? ¿Cuantas veces tenemos dos datos fundamentales para avanzar y sin embargo, en vez de usarlos a nuestro favor, compramos más y más libros de superación personal en busca de la respuesta?
Me detuve. Me quedé sentada un rato. El silencio era total. Me olvidé del calor y de todas mis quejas. Y ahí surgió con fuerza el sonido del arroyo. Lo encontré, lo bordeé y llegué a destino. Y no sólo eso: en el último tramo me encontré con tres personas que también estaban perdidas y pude guiarlas.
Solo era cuestión de aquietar la mente y escuchar mi voz interior.
El desafio, es reencontrarse, no importa cuantas veces perdamos nuestro rumbo.